Pilar Ruiz-Lapuente trabajaba en el equipo que descubrió la energía oscura, que hace que el universo se expanda cada vez más rápido en vez de colapsarse
En 1917, Albert Einstein introdujo en su teoría de la relatividad una constante cosmológica para sujetar a la gravedad. Quería matizar sus resultados para que el universo siguiese estático como se creía entonces. Sin esa constante, el universo, por la fuerza de la gravedad, caería bajo su propio peso y se colapsaría. En 1929, Edwin Hubble descubrió que las galaxias se alejaban unas de otras, lo que sugería que el universo se expande. El cosmos no era estático, y las ecuaciones originales de Einstein volvían a tener validez.
Esta idea volvió a cambiar en los 90. Entonces, equipos liderados por Saul Perlmutter, Adam Riess y Brian Schmidt descubrieron que el universo se expandía cada vez más rápido. Pese a que en principio la gravedad debería ralentizar la velocidad de expansión, las observaciones indicaban que algo seguía empujando a los objetos cósmicos cada vez a mayor velocidad. Esta fuerza es lo que se ha bautizado como energía oscura, un descubrimiento que mereció el premio Nobel de Física en 2011.
En el equipo de Perlmutter, director del Supernova Cosmology Project, trabajaba la española Pilar Ruiz-Lapuente, investigadora del CSIC. Esta astrónoma es especialista en el estudio de supernovas, estallidos de estrellas tan brillantes como una galaxia entera, que han servido para medir con gran precisión las enormes distancias del universo.
“El cosmos siempre ha estado en expansión, pero al principio había una desaceleración”, explica Ruiz-Lapuente. “Desde hace unos 5.000 millones de años el universo empezó a acelerar su expansión”, añade. Detrás de esa energía de vacío podría estar la constante cosmológica de Einstein, que volvería a tener sentido.
El valor de las supernovas, en particular las de tipo 1a, proviene de que tienen un brillo bien definido y conocido. “Es como si tuviéramos unas bombillas que sabemos cuántos watios tienen y siempre tienen los mismos”, cuenta la investigadora del CSIC.
Pese a que en principio la gravedad debería ralentizar la velocidad de expansión del universo, las observaciones indicaban que algo seguía empujando a los objetos cósmicos cada vez a mayor velocidad
Además, la gran luminosidad de estos estallidos permite observarlas a distancias descomunales, y acercarse hasta un 10% a la edad del universo. Y como asegura Ruiz-Lapuente, “con las supernovas termonucleares podemos determinar las distancias inmensas del universo hasta con un 3% de certidumbre”.
Estas supernovas consisten en la explosión de una enana blanca, que es el residuo de la mayoría de las estrellas de masa pequeña o intermedia. “Este residuo, formado por carbono y oxígeno, tiene una masa que crece a partir de la masa que le da, en un sistema binario, una estrella compañera”, continúa Ruiz-Lapuente.
Al llegar a un punto crítico de densidad y temperatura, cuando la estrella no puede contraerse más, como si se viese aplastada por su propia masa, comienzan reacciones termonucleares descontroladas. Al sintentizar elementos radiactivos, la explosión produce una gran luminosidad.
Remanente de la supernova de Kepler
“Para usar este método hay que buscar en el cielo antes y después de que se produzca la explosión”, señala Ruiz-Lapuente. “Esto se consigue mediante observaciones sistemáticas durante un año, en las que se toman imágenes sucesivas al cabo de un lapso de tiempo en el que sube y baja la luminosidad de la supernova”, añade.
Las supernovas, tan brillantes como una galaxia entera, han servido para medir con gran precisión las enormes distancias del universo
Gracias a estas bombillas radiactivas se observó la expansión acelerada del universo y se cambió la visión que se tenía sobre el destino del cosmos. Antes, se pensaba que el final del universo sería un colapso en un Big Crunch como reverso final del Big Bang, el gran estallido con el que empezó todo. “Si el universo se expande de forma acelerada, pero con una constante que no varía, la expansión cada vez irá a más”, explica la astrónoma.
Al final, “el universo se disolverá en galaxias dispersas y sólo quedarán los objetos que hayan colapsado e incluso estos pueden evaporarse. Será un final de dispersión total del universo frente a lo que muchos creían que sucedería”, concluye.
Además de servir para responder a cuestiones filosóficas de calado sobre el destino del cosmos, las supernovas estudiadas por Ruiz-Lapuente tienen otras relaciones curiosas con nuestro planeta. “Muchos elementos, como el hierro o la plata que hay en la Tierra, solo se pueden sintetizar en las explosiones estelares”, indica.
“En el Sistema Solar, muchos planetas, como el nuestro, tienen un núcleo central de hierro que se formó en una de estas supernovas”, añade. Algunas investigaciones han llegado a plantear incluso que la radiación producida por estos estallidos produjese en el pasado cambios climáticos que convirtieron la Tierra en una bola de hielo o tuvo influencia sobre la evolución de los seres vivos.
Esta idea volvió a cambiar en los 90. Entonces, equipos liderados por Saul Perlmutter, Adam Riess y Brian Schmidt descubrieron que el universo se expandía cada vez más rápido. Pese a que en principio la gravedad debería ralentizar la velocidad de expansión, las observaciones indicaban que algo seguía empujando a los objetos cósmicos cada vez a mayor velocidad. Esta fuerza es lo que se ha bautizado como energía oscura, un descubrimiento que mereció el premio Nobel de Física en 2011.
En el equipo de Perlmutter, director del Supernova Cosmology Project, trabajaba la española Pilar Ruiz-Lapuente, investigadora del CSIC. Esta astrónoma es especialista en el estudio de supernovas, estallidos de estrellas tan brillantes como una galaxia entera, que han servido para medir con gran precisión las enormes distancias del universo.
“El cosmos siempre ha estado en expansión, pero al principio había una desaceleración”, explica Ruiz-Lapuente. “Desde hace unos 5.000 millones de años el universo empezó a acelerar su expansión”, añade. Detrás de esa energía de vacío podría estar la constante cosmológica de Einstein, que volvería a tener sentido.
El valor de las supernovas, en particular las de tipo 1a, proviene de que tienen un brillo bien definido y conocido. “Es como si tuviéramos unas bombillas que sabemos cuántos watios tienen y siempre tienen los mismos”, cuenta la investigadora del CSIC.
Pese a que en principio la gravedad debería ralentizar la velocidad de expansión del universo, las observaciones indicaban que algo seguía empujando a los objetos cósmicos cada vez a mayor velocidad
Además, la gran luminosidad de estos estallidos permite observarlas a distancias descomunales, y acercarse hasta un 10% a la edad del universo. Y como asegura Ruiz-Lapuente, “con las supernovas termonucleares podemos determinar las distancias inmensas del universo hasta con un 3% de certidumbre”.
Estas supernovas consisten en la explosión de una enana blanca, que es el residuo de la mayoría de las estrellas de masa pequeña o intermedia. “Este residuo, formado por carbono y oxígeno, tiene una masa que crece a partir de la masa que le da, en un sistema binario, una estrella compañera”, continúa Ruiz-Lapuente.
Al llegar a un punto crítico de densidad y temperatura, cuando la estrella no puede contraerse más, como si se viese aplastada por su propia masa, comienzan reacciones termonucleares descontroladas. Al sintentizar elementos radiactivos, la explosión produce una gran luminosidad.
Las supernovas, tan brillantes como una galaxia entera, han servido para medir con gran precisión las enormes distancias del universo
Gracias a estas bombillas radiactivas se observó la expansión acelerada del universo y se cambió la visión que se tenía sobre el destino del cosmos. Antes, se pensaba que el final del universo sería un colapso en un Big Crunch como reverso final del Big Bang, el gran estallido con el que empezó todo. “Si el universo se expande de forma acelerada, pero con una constante que no varía, la expansión cada vez irá a más”, explica la astrónoma.
Al final, “el universo se disolverá en galaxias dispersas y sólo quedarán los objetos que hayan colapsado e incluso estos pueden evaporarse. Será un final de dispersión total del universo frente a lo que muchos creían que sucedería”, concluye.
Además de servir para responder a cuestiones filosóficas de calado sobre el destino del cosmos, las supernovas estudiadas por Ruiz-Lapuente tienen otras relaciones curiosas con nuestro planeta. “Muchos elementos, como el hierro o la plata que hay en la Tierra, solo se pueden sintetizar en las explosiones estelares”, indica.
“En el Sistema Solar, muchos planetas, como el nuestro, tienen un núcleo central de hierro que se formó en una de estas supernovas”, añade. Algunas investigaciones han llegado a plantear incluso que la radiación producida por estos estallidos produjese en el pasado cambios climáticos que convirtieron la Tierra en una bola de hielo o tuvo influencia sobre la evolución de los seres vivos.
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